César
Hildebrandt interroga a Julio Cortázar. Texto publicado en Caretas 472. Lima, 6
de febrero de 1973.
1963 fue un año importante. El
mundo conoce a Valentina, la primera mujer cosmonauta, se inicia oficialmente
la pugna Moscú-Pekín, Paulo VI es el nuevo Papa, matan a John F. Kennedy,
mueren Aldous Huxley, Edith Piaf, Jean Cocteau, Georges Braque, Robert Frost,
Javier Heraud. Y nace Rayuela, la novela de Julio Cortázar. Ampliando hasta el
desastre la jurisdicción del género, haciendo de la novela una proposición
planteada al infinito más que un caso cerrado, tratando de representar el rico
misterio de las cosas con una prosa de largos trancos y sintaxis a ratos
vandálica, Rayuela causaba también importantes destrozos en el idioma y era,
definitivamente, un sopapo con pellizcón en parte baja a la solemnidad. Poco
después, los lectores empezarían a conocer el siempre creciente universo
literario de Cortázar y a enterarse, tras penosa búsqueda, de algunos datos
personales. Así supieron que este argentino de casi dos metros de estatura
había nacido accidentalmente en Bélgica (1914), que había sido maestro en provincias,
que era traductor y aficionado al box y que vivía y escribía en Francia. Esto
último suele ser reproche de quienes piensan que los “valores nacionales” son
savia que hay que beber in situ. Sin embargo, el mundo de los cuentos de
Cortázar -aparte de remitir al Hombre, con mayúsculas- es indiscutiblemente
argentino, en el mejor sentido del término. Pero la opción “nacional” no se da
en él sólo literariamente. El irrenunciable compromiso con su país y con
América Latina se transparenta cuando Cortázar reafirma su convicción
socialista, su desprecio por los dictadores -aunque se llamen Stalin-, su
dolorida alarma por la represión gorila en la Argentina de hoy.
Debe de estar usted absolutamente harto de esas
preguntas que bordean, sibilinamente, el tema de su franco-argentinidad,
oblicuamente el asunto de su residencia en Europa y, con entusiasta
malevolencia, el hecho de que usted use ahora pasaporte francés y no pueda
pronunciar la “rr” como cualquier hijo de vecino hispanoamericano. ¿Qué se
necesita, Cortázar para ser argentino, para ser latinoamericano? Más
difícilmente: ¿qué se necesita para ser un escritor argentino-latinoamericano?
Mi pasaporte es argentino
(número 70708, tapas azules y ¡qué foto!), pues la naturalización francesa no
entraña la pérdida de la nacionalidad de origen, y en mi caso es sólo un medio
técnico para resolver problemas más bien graves en Francia. Me alegro de
contestar esta pregunta, pues muchos “patriotas” argentinos se han apresurado a
acusarme de desarraigo (por no decir de traición) sin molestarse en conocer
mejor las leyes de su país. Parecería que diez libros tan argentinos como los
míos desaparecen de su memoria frente a algo que no es más que una medida
burocrática, sin el menor alcance vital. Acerca de mi residencia en Europa,
también creo que puedo hacer una referencia a mis libros como prueba de mi
invariable presencia latinoamericana. Que yo sepa, sigo escribiendo en nuestra
lengua, y pienso que el número de mis lectores latinoamericanos no se debe a
una casualidad. Más aún, creo que Europa me ha dado, en tanto escritor, una
óptica que me permite ver el bosque sin que me lo oculten los árboles, como le
ocurre a tanto exaltado nacionalista de mate amargo y escarapela. Usted me
pregunta qué se necesita para ser un escritor argentino-latinoamericano (le
dejo la responsabilidad del término). Hoy por hoy, creo que se necesita ser
plenamente responsable en el doble plano del más exigente nivel creativo y de
la más decidida brega por la vía socialista de América Latina. Dentro de esa
doble perspectiva (que en el fondo es una sola) sigo de cerca y con una
creciente esperanza la evolución de Cuba, Chile y Perú, y continúo escribiendo
para ese “hombre nuevo” según lo concibió el Che, sin hacerle las fáciles
concesiones demagógicas que tanto se dan entre nosotros.
A raíz de su intervención en el llamado “caso Padilla”
los que no lo quieren lo suficiente dicen que usted es un estalinista que,
felizmente, no escribe como tal y que a eso se debe el que “Reunión” -su único cuento con “mensaje social y revolucionario explícito- no sea precisamente uno
de sus mejores hallazgos. ¿Qué piensa de eso?
Mi actitud en el llamado
“caso Padilla” fue, como siempre, de solidaridad crítica con la Revolución
cubana, frente al desborde paternalista de los firmantes de la segunda carta a
Fidel. Si eso es ser estalinista, voy a tener que revisar todas mis ideas sobre
uno de los más monstruosos tiranos de este siglo. De paso voy a estudiar
también a Hitler, por si en la próxima etapa de mi viaje me tratan de nazi; ya
se sabe lo que son las escaladas. De paso, ¿habrán leído esos aristarcos mi
texto “Policrítica en la hora de los chacales”, donde, claramente se definía mi
apoyo a la Revolución cubana y mis discrepancias acerca del error de encarcelar
poetas?… Lamento que “Reunión” no le parezca logrado. Sin duda, no lo está,
pero pocas he escrito con tanto amor revolucionario; en todo caso, los que me
acusan de estalinista deberían releer las reflexiones que en ese relato le
atribuyo, con pleno de conocimiento de causa, al Che Guevara.
En todo caso, ¿El libro de Manuel es la ruptura con el
mundo de sus cuentos, con sus puros ejercicios de imaginación, desdoblamientos,
posibilidades?
No, no es una ruptura como
quisieran los que hoy sólo esperan política y “mensaje” de los escritores de
ficciones, sino una difícil convergencia de mi yo-novelista y de mi
yo-comprometido en la lucha por la desalienación y la libertad de nuestros
pueblos. La califico de difícil, porque hasta ahora (salvo precisamente
“Reunión”) esos dos “yo” se manifestaban paralelamente, y no me ha sido fácil
mantener la exigencia, la invención y el humor de la literatura mientras
trataba a la vez de problemas como el gorilismo y la tortura. Este libro
suscitará toda clase de malentendidos, porque los frívolos lo encontrarán
demasiado serio y los serios, demasiado frívolo; pero yo parezco haber nacido
para hacer lo contrario de lo que se espera de mí, y no es por azar que soy el
padre de los cronopios.
Hasta ahora, la literatura parecer haber sido para usted
el desarrollo de un lenguaje y la incursión en el misterio, el meter la nariz
en la “otredad”. ¿Es que eso ya no es suficiente para Cortázar?
No, ya no es suficiente:
ahora quisiera traer la “otredad” a la vida inmediata, histórica, a base de esa
convergencia a que me refería antes. Desde luego me reservo el pleno derecho de
seguir escribiendo literatura “lúdica” cuando me divierta hacerlo; la prueba es
que pronto publicaré un volumen de cuentos fantásticos.
¿El autor de Bestiario o Final del juego cree en poder
subversivo de la literatura? ¿O es el escritor el que debe agitar y dejar que,
pro sí solos y si es que pueden, sus libros se conviertan en adoquines de
barricadas o -sin perjuicio de la efectividad revolucionaria del autor- en
ociosas tretas de inteligencia?
Oh, sí. Mire la Biblia (o
el Corán, ya que estamos…) Lo que pasa es que nadie puede saber si un libro
propio o ajeno será subversivo o no. A riesgo de desencadenar una vez más
contra mí a los partidos del “contenidismo” en la literatura, le diré que cada
vez creo más que libros como La ciudad y los perros y Cien años de
soledad son más revolucionarios en un sentido profundo (el de la creación
del hombre nuevo) que los libros programados, ajustados, destinados a vehicular
el “mensaje”. A veces -muy pocas- se da un perfecto equilibrio en los dos
aspectos: el mejor ejemplo Los ríos profundos. Y esto se lo digo en la cara a los
que se empeñan en imaginarme un “enemigo” de Arguedas, confundiendo la crítica
positiva y bien intencionada con la que ellos practican.
¿Sinceramente, Cortázar, existe el boom?
Sí, pero a los escritores
latinoamericanos les toca quitarle su aura de “milagro”, escribiendo cada vez
mejor; no es hablando pestes de él como lo liquidarán. El boom no lo hicieron
los editores como se insinúa ahora, sino los lectores latinoamericanos, que en
poco más de una década entraron en la más formidable forma de conciencia jamás
vista en nuestros países (y significativamente paralela a la forma de la
conciencia política y revolucionaria). Los editores, comerciante como
corresponden, olieron el negocio y lanzaron el boom por todo lo alto. Como
ignoro la falsa modestia, agrego que los editores serán lo que usted quiera
salvo imbéciles; ustedes, los lectores, fueron su barómetro estético y crítico,
y ellos envasaron la mercadería; doble prueba de que el contenido de las latas
era altamente comestible.
Alguna vez dijo usted que escribía cada día “menos
bien”. A propósito de estilos, ¿cuál es, aparte de españoles más o menos
obvios, el más aborrecible, pateable, olvidable libro que recuerde?
Tengo un instinto casi
inquietante para detectar un libro ilegible; me funciona a las pocas páginas, y
entonces mi mano lo lanza por sobre mi hombro izquierdo; detrás está la
chimenea de mi casa. Pero ojo: cuántos libros declarados ilegibles por la
crítica quedarán para siempre en mi biblioteca. Libros de locos (de “piantados”,
decimos en mi país), libros inocentes como gatos o gorriones, libros de gente
que empieza pero muestra ya las uñas. Con esos estaré siempre.
¿Qué es lo que tendría que suceder en su país y en su
propio espíritu para que usted decidiese vivir en Argentina?
En mi espíritu no tendría
que suceder nada. En mi país tendrían que lograrse los objetivos por los que
muchos trabajamos de cerca o de lejos: la verdadera soberanía, descolonización
y la desalienación. Pero incluso logrado lo que queremos, podría suceder que
algún día yo me fuera de nuevo si me diera la gana. En todo caso, jamás le haré
el juego a los patriotismos con residencia fija “sine qua non”. Los libros son
argentinos, pero mi patria es la Tierra.
¿Quién gana? ¿Clay o Foreman?
Este pibe Foreman se ha
destapado a fondo, y Muhammad Ali muestra signos de fatiga. Lo lamento, pero el
box es inexorable y creo que, como se dicen en mi país, Foreman le va a poner
la tapa a Clay.