martes, 2 de agosto de 2011

FRAY DIEGO DE HOJEDA

Poco conocemos los peruanos de la vida y obra de Diego de Hojeda. Los datos de su primera época son escasísimos y a veces confusos. El historiador Meléndez, en su obra Tesoros verdaderos de las Indias, fuente a la que se hace indispensable recurrir, nos cuenta que fue natural de Sevilla. Su nacimiento se sitúa en el año 1571. Fueron sus padres Don Diego Pérez Núñez y Doña Leonor de Carvajal.
Doña Leonor, al parecer, poseía cierto rango de nobleza, detalle que nos ayuda a comprender el hecho de que el autor de La Cristia­da tomase el apellido «Hojeda», ajeno, como se ve, a los de sus padres. La explicación de este cambio de apellido se encuentra en la costumbre puesta en práctica durante los siglos XV y XVI entre las familias acomodadas de Andalucía de imponer en el bautismo al segundo hijo varón el apellido del abuelo materno, o de algún otro pariente cercano carente de sucesión masculina, para poder perpe­tuar el apellido a cambio de ciertas herencias o concesiones.
Aunque no se sabe con certeza, hay quien afirma que Diego de Hojeda comenzó algunos estudios de humanidades en esa su ciudad natal, adquiriendo, entre otros valores, gran sensibilidad para la poe­sía.
Cuando el joven Hojeda contaba alrededor de diecisiete años, aprovechando la salida de un galeón que iba de Sevilla a Perú, tomó la decisión de embarcarse para América a espaldas de sus padres. Este hecho no puede menos de extrañarnos y de cuestionarnos. ¿Qué es lo que buscaba en este nuevo continente?
El historiador Meléndez, que escribió su biografía unos setenta años después de su muerte, nos cuenta que el motivo de Hojeda al realizar este viaje no fue otro que el de hacer realidad su deseo de llegar a ser fraile dominico, deseo al que se oponían tenazmente sus padres y parientes. Lo cierto es que nunca más volvió a su tierra, aunque siguió acordándose con cariño de la ciudad que le vio nacer, ciudad a la que elogia en una de las octavas dedicadas a las mártires sevillanas Rufina y Justa:

Rufina santa y Justa valerosa
Se ofrecen a tus ojos venerables;
Una muriendo en cárcel tenebrosa,
Y otra en dolores della intolerables;
Y ambas de la ciudad maravillosa,
Y reina de ciudades admirables.
Que Betis besa el pie y abraza el muro.
Gimiendo al rico peso de oro puro.

En cuanto a las motivaciones íntimas y espirituales de su viaje, no conviene olvidar dos octavas reales del libro XI, que pueden poseer sentido autobiográfico. Dice así, encareciendo el tesoro espi­ritual por referencia al material:

Mas ¡oh Dios derramado y Dios unido
Con sangre, y sangre y Dios y gran tesoro
Encima de la tierra parecido!
Desde aquí con humilde faz te adoro.
¿Dónde caminas español perdido.
Surcando mares por difícil oro,
Hallado apenas con trabajos graves
Y alas tendidas de aparentes aves?
No pretendas riqueza transitoria;
Que la sangre de Dios tiene cubierto
El gran tesoro de la eterna gloria,
Y tesoro inmortal, seguro y cierto:
Si es digno, pues, que ocupe tu memoria
Tesoro sobre la tierra descubierto.
Sangre de Dios tesoro es excelente,
Y encima de la tierra está patente.

Habiendo llegado a la costa peruana, lejos ya de sus familiares y amigos, Hojeda tuvo que enfrentarse solo, como tantos otros, a la nueva situación, y pronto se dirigió a la ciudad de Lima, capital del virreinato del Perú, uno de los más extensos de la América meridional.
En Lima coincidió Hojeda con personajes importantes para la Iglesia y la Orden dominicana, como Santa Rosa, San Martín de Porres y Sto. Toribio de Mogrovejo.
En el año 1590, poco tiempo después de su llegada a Lima, Hojeda pidió el hábito dominicano en el Convento del Rosario. Este convento era la casa más importante de la Provincia dominicana de San Juan Bautista del Perú y la residencia habitual de su provincial.
Acogido en comunidad, durante el año de noviciado Hojeda se esforzó por encarnar con gran profundidad los valores religiosos de su época, dejando un recuerdo imperecedero en la memoria de sus compañeros dominicos.
La acogida y calor que le ofrecieron la Orden y los frailes de este convento queda expresada con agradecimiento y afecto en unos versos de La Cristiada:

Más ¡oh tú, madre de varones sabios,
Noble academia de sagradas ciencias!
Sí no es hacer a tu valor agravios
Y oscurecer tus claras excelencias,
Desplega, ilustre religión, mis labios,
Y de tus generosas influencias
¡Oh círculo de estrellas rutilante!
Dame, para tu gloria, luz bastante.

Tú cual madre a tus pechos me criaste,
Y buena leche de virtud me diste;
Cual academia sabia me enseñaste,
Y en mí tus varias ciencias infundiste;
Como estrellado cielo me alumbraste
De mis tinieblas en la noche triste:
Madre, academia y cielo, dame agora
Para hablar de ti una voz sonora.

La presencia de Diego de Hojeda en el Convento del Rosario está unida a la persona de fray Diego de Valderrama, por entonces prior del convento y posteriormente obispo de la Paz y arzobispo de Sto. Domingo. De él recibió la profesión.
Fray Diego había alcanzado notable madurez en estos momentos de estudiante. Su fama y autoridad literaria traspasó los muros del propio convento y su colaboración comenzó a ser apetecida.
Acabados con éxito sus estudios, Diego de Hojeda comenzó le­yendo Artes y más tarde Teología, y ejerció a la vez como maestro de estudiantes. En las actas del Capítulo General celebrado en 1601 se le reconoció el título de «Presentado», que es algo equivalente a Agregado en la cátedra de teología; y en 1606 la Provincia dominica­na del Perú pidió para él el grado de Maestro en teología, honor que le fue concedido ese mismo año por el Maestro General de la Orden, Jerónimo Xavierre.
En el año 1609, siendo regente de estudios en Lima, fue llamado por la comunidad de Cuzco para ejercer el cargo de prior en aquel convento. Acudió a la llamada, pero estuvo allí poco tiempo, pues al año siguiente fue también reclamado como prior por su convento de Lima, por elevación del Padre Nicolás de Agüero al cargo de Provincial del Perú, por fallecimiento de Fr. Jerónimo Martel. En este cargo permaneció Hojeda hasta el año 1612, fecha dolorosa en que fue depuesto, por el Visitador general fray Alon­so de Armería.
Los comentarios y rumores de este suceso corrieron velozmente, y antes de la llegada del P. Visitador a Lima ya se había creado en el convento un ambiente adverso a su persona. Una vez en Lima, Armería continuó aplicando su rigor y condenó a fray Diego de Hojeda y a fray Juan de Lorenzana (amigo y confesor de Santa Rosa), por haber desaprobado en conversaciones particulares su proceder y porque habían sido de la opinión de reunir llevar a cabo una celebración religiosa sin el permiso de Roma.
Fray Diego de Hojeda fue desposeído de todos sus grados y cargos, y desterrado primeramente al Convento del Cuzco, donde había sido prior, y posteriormente al convento situado en la ciudad de Huánuco de los Caballeros. Allí soportó con dignidad la injuria que se le había hecho, e hizo realidad un deseo expresado con belle­za en La Cristiada: abrazarse a la cruz en los momentos difíciles de la existencia.

Dame, Señor, que cuando el alba bella
El cielo azul de blancas nubes orne,
Tu cruz yo abrace, y me deleite en ella,
Y con su ilustre púrpura me adorne;
Y cuando la más linda y clara estrella
A dar su nueva luz al aire torne,
Mi alma halle al árbol de la vida,
Y a ti, su fruto saludable, asida.

Y cuando el sol por la sublime cumbre
En medio esté de su veloz carrera,
La santa luz, con su divina lumbre
Más ardiente que el sol, mi pecho hiera;
Y al tiempo que la noche más se encumbre
Con negras plumas en la cuarta esfera,
Yo a los pies de tu cruz, devoto y sabio
Tus llagas bese con humilde labio.

Cuando el sueño a los ojos importante
Los cierre, allí tu cruz se me presente,
Y cuando a la vigilia me levante,
Ella tu dulce cruz me represente:
Cuando me vista, vista el rutilante
Ornato de tu cruz resplandeciente,
Y moje, cuando coma, en tu costado
El primero y el último bocado.

Cuando estudie en el arte soberana
De tu cruz, la lección humilde aprenda;
Y en ese pecho, que dulzura mana,
Tu amor sabroso y tierno comprehenda;
Y toda gloria me parezca vana,
Si no es la que en tu cruz ame y aprenda;
Y el más rico tesoro, gran pobreza,
Y el deleite mayor suma vileza.

Al poco tiempo de su estancia en Huánuco le sorprendió la muerte. Era un día de octubre del año 1615, cuando sólo contaba con cuarenta y cuatro años. Allí fue sepultado en la capilla del Cris­to, panteón de la comunidad.
Antes de que ocurriera este suceso, fray Andrés Lisón, religioso dominico peruano que había sido enviado a España por su Provin­cia para resolver algunos asuntos de la Orden, aprovechó su estancia en Madrid para escribir una carta de protesta al Maestro general en estos términos: «...se digne restituirles sus antiguos grados y todas las gracias de la Orden a los reverendos padres maestros fray Juan de Lorenzana, fray Diego de Hojeda y fray Nicolás de Agüero, en atención a que por animosidad y envidia han sido condenados sin guardar ningún orden de derecho, ni aun siquiera el de la razón, y, acaso, porque como sabios y obedientes defendieron la autoridad de nuestro reverendísimo».

LA CRISTIADA

En La Cristiada, el poema "mejor com­puesto" de la época colonial Hojeda llega a la altura de los mayores místicos, al expresar el dolor que le inspira el sacrificio de Cristo. En sus doce cantos, La Cristiada ofrece comentario y exegesis de la Pasión de Cristo. Desde la última cena, la oración del huerto y la persecución hasta la crucifixión y la muerte.


Yo pequé, mi Señor, y tú padeces;
yo los delitos hice, y tú los pagas;
si yo los cometí, tú ¿qué mereces,
que así te ofende con sangrientas llagas?
Mas voluntario, tú, mi Dios, te ofreces;
tú del amor del hombre te embriagas;
y así, porque le sirva de disculpa,
quieres llevar la pena de su culpa.

Pues en los miembros del Señor desnudos
y ceñidos de gruesos cardenales,
se descargan de nuevo golpes crudos,
y heridas de nuevo desiguales:
multiplícanse látigos agudos
y de puntas armados naturales,
que rasgan y penetran vivamente
la carne hasta el hueso trasparente.

Hierve la sangre y corer apresurada,
baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo,
y la tierra con ella consagrada
competir osa con el mismo cielo:
parte líquida está, parte cuajada,
y toda causa horror y da consuelo:
horror viendo que sale desta muerte,
consuelo, porque Dios por mí la vierte.

Añádense heridas a heridas
y llagas sobre llagas se renuevan,
y las espaldas, con rigor molidas,
más golpes sufren, más tormentos prueban:
las fuerzas de los fieros desmedidas
más se desmandan cuanto más se ceban;
y ni sangre de Dios les satisface,
ni ver a Dios callar miedo les hace.

Alza los duros brazos incansables,
y el fuerte azote por el aire esgrimen,
y osados, más y más inexorables,
braman con furia, con braveza gimen:
rompen de Dios los miembros inculpables,
y en sus carnes los látigos imprimen,
y su sangre derraman, sangre dina
de ilustre honor y adoración divina.
Dame, Señor, que cuando el alba bella
el cielo azul de blancas nubes orne,
tu cruz yo abrace, y me deleite en ella,
y con su ilustre púrpura me adorne;
y cuando la más linda y clara estrella
a dar su nueva luz al aire torne,
mi alma halle el árbol de la vida,
y a tí, su fruto saludable, asida.

Y cuando el sol por la sublime cumbre
en medio esté de su veloz carrera,
la santa luz, con su divina lumbre
más ardiente que el sol, mi pecho hiera;
y al tiempo que la noche más se encumbre
con negras plumas en la cuarta esfera,
yo a los pies de tu cruz, devoto y sabio,
tus llagas bese con humilde labio.

Cuando el sueño a los ojos importante
los cierre, allí tu cruz se me presente,
y cuando a la vigilia me levante,
ella tu dulce cruz me represente:
cuando me vista, vista el rutilante
ornato de tu cruz resplandeciente,
y moje, cuando coma, en tu costado
el primero y el último bocado.

Cuando estudie en el arte soberana
de tu cruz, la lección humilde aprenda;
y en ese pecho, que dulzura mana,
tu amor sabroso y tierno comprehenda;
y toda gloria me parezca vana,
si no es la que en tu cruz ame y pretenda;
y el más rico tesoro, gran pobreza,
y el deleite mayor, suma vileza.

Y ya, mi buen Señor, te mire orando,
lleno de sangre y de sudor cubierto;
ya preso del feroz aleve bando,
con duras sogas en el triste huerto;
ya ante el soberbio tribunal callando,
el rostro a mil injurias descubierto;
ya tenida por loca tu cordura,
y ya por arrogante tu mesura:

Ya en el pretorio con rigor desnudo,
y con furiosos látigos herido;
ya con aquel ornato infame y crudo,
frente y cerebro sin piedad ceñido;
ya traspasado con dolor agudo,
y en vez de Barrabás escarnecido;
ya, como agora vas, la cruz al hombro;
ya, siendo al cielo, en cruz, divino asombro.


Finalmente, se advierte que en la Cristiada Hojeda asume una triple actitud:

1. Se dirige a Dios o a los personajes de la pasión.
2. Personaliza y siente en carne propia la culpa de las penas de Cristo.
3. Se dirige al hombre como pecador

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